Al inicio de los acontecimientos bélicos en Gaza, la rica y multicultural voz de la conciencia universal pareció haberse sumido en un estupor generalizado. Sin embargo, con el correr de los días, fueron aflorando las denuncias y las condenas en una
búsqueda afanosa de detener el horror. No siempre las palabras y los hechos tuvieron la densidad que la situación reclamaba. Precisamente por ello, la gravedad de los sucesos continúa imponiendo una reflexión y una postura ineludibles, que al mismo tiempo que se afirme en la idea de que no existen ideales políticos, ni razones de estado, que se eximan del respeto a la condición humana, evite los estereotipos a los que se recurre para juzgar una situación cuya trama histórica compleja exige palabras justas y meditadas.
Sometida durante dieciocho meses a un bloqueo de suministros esenciales, la Franja de Gaza –que ya entonces era en el planeta la porción más pequeña de territorio con la mayor densidad poblacional fue brutalmente invadida por tierra, mar y aire. La
masacre cometida contra la población civil indefensa y los crímenes de guerra y de lesa humanidad profusamente documentados, ponen a las fuerzas armadas y al gobierno de Israel en el lugar de los principales responsables de esta barbarie y pasibles de ser juzgados por la comisión de estos delitos.
Pero el desaprensivo ensañamiento contra el pueblo palestino no sólo es privativo de los ejecutores directos. Los intereses norteamericanos en la región, evidenciados con el veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a la resolución sobre el alto el fuego, revelan la estrecha complicidad intelectual y material del
gobierno de ese país en la consumación de la masacre.
La larga tradición humanista y libertaria que insignes pensadores árabes y judíos tradujeran como la digna utopía de un único Estado plurinacional, democrático y laico, fue sepultada, junto a incontables cadáveres, por toneladas de plomo fundido,
fatídico concepto que se impone por su carácter autoincriminatorio..
No seremos nosotros, en estas graves circunstancias, quienes renunciaremos a sostener ese ideal que libere simultáneamente de la pesadilla a ambos pueblos.Son precisamente las lejanas utopías alumbradas en las horas azarosas de ambas culturas, con su ínsita fraternidad, las que nos permiten reivindicar el inalienable derecho del pueblo palestino a contar con un Estado territorialmente indiviso, económicamente viable, políticamente soberano y con libre acceso al mar.
Es preciso y urgente asegurar los caminos de una paz definitiva. La comunidad internacional, morosa, cuando no cómplice, debería garantizar en lo inmediato el derecho soberano a la existencia de ambos Estados. Tras el objetivo de la paz, la senda que actualmente recorre Suramérica puede y debe constituirse en un aporte
confluyente con otros esfuerzos.
En la antesala del Bicentenario de la Independencia de nuestros pueblos, Suramérica advierte que el entramado de experiencias políticas, culturas, etnias y religiones que le dan una identidad singular, contribuye a que hoy mire un horizonte común de
paz y soberanía ciudadana. Así lo evidenció con la firme actuación mancomunada de la Unasur para detener e impedir la destitución de los derechos del pueblo y el gobierno de Bolivia y para investigar y acusar con fundamentos a los responsables de la masacre de Pando.
Esta autoridad moral, asentada históricamente en múltiples legados humanistas y revolucionarios, en los que no faltaron ni faltan las contribuciones de las comunidades judía y árabe, hace recomendable una nueva intervención. Una intervención respetuosa, solidaria, sensible y firme de la Unasur que haga que nuestros pueblos puedan expresarse en un abrazo que aliente a quienes procuran en los dos pueblos hermanos, el palestino y el israelí, un camino que deje atrás este
trance tan terrible y procure un encuentro que haga posible una paz justa y definitiva en la región.
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